domingo, 4 de noviembre de 2012

Diócesis de San Cristobal inicia año Jubilar por sus 90 años


CELEBRACION EUCARISTICA PARA EL INICIO DEL AÑO DE LA FE
Y TIEMPO JUBILAR EN NUESTRA DIOCESIS DE SAN CRISTOBAL
CATEDRAL 3 DE NOVIEMBRE DEL AÑO 2012.
El pasado 11 de octubre, en Roma y en el mundo, se dio inicio al AÑO DE LA FE, que es un tiempo de gracia convocado por el Santo Padre Benedicto XVI, para conmemorar los 50 años del Concilio Vaticano II y los 20 del CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA. Por una particular coincidencia, conmemoramos el tiempo jubilar de nuestra Iglesia local de San Cristóbal, creada por el Santo Padre Pío XI el 12 de octubre de 1922: por tanto, 90 años de vida como Iglesia particular. Todo este tiempo, unido al del Año de la FE, será recorrido por todos nosotros como un tiempo de gracia, con el cual queremos enriquecernos para enriquecer a los demás con la fuerza salvífica del Señor Jesús. Así pues, unimos el AÑO DE LA FE y el TIEMPO JUBILAR de nuestra Diócesis de San Cristóbal, como lo indicáramos con anterioridad en la carta pastoral CELEBRAR-EVANGELIZAR-RENOVAR: En ella subrayábamos que nuestra Iglesia, al celebrar su 90 aniversario, reafirmaría su compromiso de ser puerta de la fe. Hoy, en esta Iglesia Catedral, Madre de todas las parroquias de nuestra Diócesis, nos reunimos como pueblo de Dios que celebrar para reafirmar su vocación evangelizadora y renovadora en “espíritu y verdad”.
Nuestra Iglesia se presenta como “signo de esperanza” en cada uno de nosotros y en cada una de nuestras comunidades e instancias eclesiales. Por ello, hoy volvemos a sentir que nuestra Iglesia “está llamada a permanecer fiel a su vocación evangelizadora y buscar que todos los creyentes vivan auténticamente como discípulos y misioneros” (Carta Pastoral, 6). ¿Qué es lo que tiene que hacer nuestra Iglesia en este tiempo? Aunque parezca muy simplista decirlo, lo que ha de hacer es, sencillamente, SER IGLESIA. Acá se encierra todo el compromiso que tenemos siempre y, particularmente en este TIEMPO JUBILAR y AÑO DE LA FE.
Desde esta perspectiva quisiera proponerles tres ideas que nos permitan, en la celebración de hoy y en el tiempo que iniciamos, asumir con decisión la misión recibida. En primer lugar, se trata de una invitación de parte de Dios para que no sólo reafirmemos nuestra fe, sino que la testimoniemos y la contagiemos a todos los que están a nuestro alrededor. Es verdad que existen muchos hermanos que viven como discípulos auténticos del Señor; pero también hay no pocos que se han alejado o de Dios o de la Iglesia… muchas veces hacia propuestas religiosas que les seducen, otras veces a la indiferencia y al agnosticismo. Todavía hay quien, por otro lado, no conoce a Jesús y, en algunos casos, ni siquiera a Dios. Hablaremos seguidamente de la misión que tenemos, pero para poder cumplirla, nos corresponde ser “fuertes en la fe”, con la cual animamos y orientamos todos los actos de nuestra vida.
La fe es un don de Dios que recibimos de manera especial en el Bautismo y que vamos haciendo crecer con la Palabra, los sacramentos y la caridad. Es un don que nos permite ir hacia Dios y hacerlo centro de nuestra vida, con lo cual le damos a nuestros propios actos la debida orientación hacia la plenitud. En los términos cristianos, la fe conlleva algo en lo que debemos insistir, pues no se puede reducir a una expresión simplemente intelectual o a puras fórmulas externas de piedad. La fe nos lleva a algo mucho más profundo y decisivo que nace de la causa que nos ha transformado en creyentes: el encuentro vivo con Jesús. Por su acción pascual, mediante el bautismo, Él nos introduce en la vida divina para que podamos estar en comunión con el Dios Uno y Trino. Por eso, si algo debemos reafirmar siempre es esa fe, pero desde la experiencia vitalizante del encuentro continuo con Jesús: el Dios que se hizo hombre, que nos dio su vida para salvarnos y nos convirtió en hijos del Padre.
Este hermoso tiempo que estamos comenzando, con sus diversas actividades a realizar, debe permitirnos profundizar en esta dimensión de comunión de la fe. Los cristianos somos seguidores de Jesús, somos sus discípulos. Seguir a Jesús no es simplemente hacer una especie de caricatura de Él en nosotros. Es una realidad mucho más profunda, pues supone hacer realidad lo que nos propone San Pablo: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Esto se puede dar, y de hecho se da, si se tiene el encuentro con Jesús. Todos los evangelistas hablan de ello y apuntan a eso: es parte del mensaje que el Señor nos trae con su Palabra. En ese encuentro además podremos conocer al Padre, alcanzar la plenitud y vivir en la auténtica felicidad, la de las bienaventuranzas, que nos garantizan, si las ponemos en práctica, que veremos a Dios cara a cara…. Esto último no resulta nada difícil pues al ver al mismo Jesús, nos estamos confrontando con Dios, el de la Vida y del Amor.
Queremos insistir en el encuentro vivo con Jesús: es una realidad que nos llama a todos. No se puede limitar sólo a los ministros o pastores, o a los que pertenecen a algún grupo de apostolado, o a algunos más o menos elegidos. No. Todo bautizado debe vivir esa experiencia de fe. El pastor, en el ejercicio de su ministerio, debe transparentarlo; no en vano está configurado a Cristo y debe actuar en su nombre. Lo mismo el que pertenece a la vida consagrada, por ser testigo del Reino, debe hacerlo desde esa misma experiencia. Igualmente los laicos, casados o solteros, comprometidos o no en la acción pastoral de la Iglesia, deben manifestar en el mundo que también experimentan ese encuentro con Jesús. Todos, por el hecho del bautismo que nos ha transformado en hombres nuevos, somos discípulos de Jesús, lo seguimos y vivimos en comunión con Él. Como lo destaca el Apóstol Pablo, entonces tendremos los mismos sentimientos de Jesús. Si de verdad, por otra parte, asumimos la misión de la Iglesia de ir a hacer nuevos discípulos que se introduzcan en esta experiencia, entonces hemos de hacerla realidad concreta y fundamental de nuestras existencias.
Y si algo hay que desarrollar en todo momento, es lo que busca cada tipo de espiritualidad presente en la Iglesia: que tengamos permanentemente la experiencia de una comunión con Cristo, un encuentro vivo con el Señor, una experiencia que nos permita entender porqué actuamos en su nombre y somos sus discípulos y seguidores.
La segunda idea, muy unida a la anterior, es la renovación de nuestro compromiso evangelizador. Las urgencias de la hora actual hacen que el mandato evangelizador sea asumido con una característica particular: Nueva evangelización, con nuevo ardor y entusiasmo, con nuevas expresiones y métodos, pero sobre todo con la novedad que nos viene permanentemente del Espíritu del Señor. Estamos llamados a ser evangelizadores: el anuncio del Evangelio y la edificación del reino apuntan a hacer nuevos discípulos. Este mandato, hoy, se reviste con un particular ropaje: además de asegurar la vida de fe de los creyentes que están unidos al Señor en la Iglesia, se requiere ir al encuentro de los que se han alejado de Dios y de la Iglesia, sin abandonar la misión entre aquellos que aún no conocen el misterio de Cristo. No podemos conformarnos con una cierta ilusión de que somos mayoría, porque en el número de las estadísticas todavía hay quienes se confiesan o se dicen cristianos-católicos.
Por muchos motivos, entre los cuales se encuentran el secularismo, el relativismo ético, el individualismo, falsas concepciones del hecho religioso, hay muchos cristianos que se han alejado. Algunos, lamentablemente, se van enfadados con la Iglesia, o con algunos de sus miembros, por diversas razones… Como discípulos de Jesús no podemos pasar indiferentes ante ellos. La Nueva Evangelización, tal y como se nos está proponiendo, no inventa nada: ya la revelación se ha dado, ya el Evangelio lo tenemos. La novedad de la salvación hay que seguir dándola a conocer. Entonces, en estas situaciones, muchas de ellas llenas de cierta novedad, pero que en el fondo se han venido repitiendo a lo largo de las diversas épocas de la historia, la acción de los discípulos no puede limitarse a poca cosa. Todo lo contrario: desde la propia experiencia del encuentro con Jesús, los discípulos se convierten en misioneros. Este hecho los identifica, a la vez, con Jesús, que es el primer gran misionero, enviado por el Padre para dar cumplimiento a la promesa hecha a los padres del inicio de la historia de la humanidad. Así Jesús, desde su comunión con el Padre, nos lo ha dado a conocer tanto a Él como a su designio de salvación (cf. Jn 1.18). Al ser identificados con Él por el bautismo, nos convertimos en discípulos misioneros: testigos que salimos a hacer que otros sean discípulos. Por tanto, a invitar a los que se han alejado a que regresen a la casa paterna…
La imagen del pastor que sale en búsqueda de la oveja perdida es la que mejor dibuja la tarea que tenemos entre manos. A ella se une la actitud del padre misericordioso que acoge al hijo que se había ido por derroteros de maldad y perdición. Hoy Dios quiere que hagamos eso. Por eso, la Nueva Evangelización es algo propio de todo aquel que se confiese como cristiano y católico: con su propia experiencia de vida en el encuentro con Jesús –por eso es testigo- sale con afán misionero a buscar, sin más condicionamiento que el de la caridad, a los que se han alejado para recibirlos con la misericordia y la fraternidad que nos viene del hecho de ser hijos de Dios.
Este momento de gracia que estamos viviendo con ocasión del AÑO DE LA FE y el TIEMPO JUBILAR  de nuestra Diócesis es propicio para que renovemos esa dimensión misionera de nuestra vida de discípulos. No lo podemos dejar para más luego. Nuestra sociedad tachirense no escapa a los embates de un relativismo que adormece conciencias y debilita espíritus;  hay mucha tentación a considerarnos muy religiosos o a sentirnos cómodos porque tenemos buenas realizaciones… Pero lejos de nosotros el caer en esas tentaciones. La Iglesia en el Táchira está llamada a ser luz en esta región. Por eso, los pastores, los laicos, los consagrados, cada uno con sus responsabilidades y carismas, estamos convocados para hacer de este año un tiempo de profundización en la fe, pero también de reafirmación del compromiso misionero que nos distingue por llamada divina.
Esto nos lleva a tener muy presente una tercera idea. Nuestra vida está centrada en Jesús. Por eso mismo, nuestra tarea apostólica y evangelizadora debe ser cristocéntrica. Nosotros predicamos a Cristo Jesús; es su evangelio de salvación el que anunciamos. No podemos dejarnos vencer por la tentación de pensar que la Iglesia puede hacer muchas cosas bonitas que les guste a todos o a determinados grupos de personas. No. La Iglesia vive para anunciar a Jesús. Y es lo que debemos hacer a tiempo y a destiempo: hablar de Jesús de Nazaret, de su Persona, de su acción salvífica, de su acción transformadora para la humanidad y para las comunidades… El es el principio y el fin. Si hablamos de Jesús, con entusiasmo, desde la experiencia de un encuentro vivo con Él, y sin miedo de ningún tipo, podemos tener la seguridad de que habrá el efecto que queremos. Ya de eso nos habla la Escrituras, al referirnos que gracias al entusiasmo de los primeros discípulos, se iba aumentando el número de los que se salvaban (Cf. Hec. 2,47).
Hemos de hablar de Jesús, con la certeza de nuestra fe. Con el entusiasmo de nuestra esperanza. Con el ardor de nuestra caridad. La Iglesia primitiva no tuvo miedo de enfrentar los graves problemas que se le presentaron, incluyendo las persecuciones; no hablaba de sí misma sino de Jesús, de su vida entre la gente, de su muerte y su resurrección. Pero, a la vez, lo hacía con una actitud que aprendió de su Maestro: el amor que todo lo puede. “La Iglesia manifiesta de verdad a Jesús cuando muestra que en Él todo hombre es comprendido, amado,  perdonado y salvado. Por tanto, la Iglesia debe ir hacia el hombre tal cual es, para hacerle ver como debe ser; debe abrazar al ser humano con todas sus cualidades, esperanzas, pecados y problemas, para indicarle el sendero que conduce a Cristo” (Card. Martini).
Esto hace que la Iglesia se presente como el Buen Samaritano. Cada uno de nosotros, discípulos-misioneros de Jesús hemos de serlo. Como buen samaritano, el discípulo de Jesús lo imita en la práctica de la caridad. Se hace prójimo de todos, sin acepción de personas. El camino de fe incluye irrenunciablemente la caridad. “La caridad es inevitablemente inseparable de la vida de fe. En la caridad, cada creyente y toda la Iglesia se manifiestan con su propia identidad.  Mejor aún, la identidad profunda del cristiano y de la Iglesia es el seguimiento, el discipulado, la obediencia, el testimonio de vida” (Martini). De allí, la insistencia de salir al encuentro de todos los que se han alejado, por el motivo que sean, para atraerlos nuevamente hacia la plena comunión con Cristo.
Por otra parte, y como consecuencia de una fe en Jesús, el discípulo tiene como propia la opción preferencial por los pobres. Esta no es ninguna característica de tipo social o política: es la actitud de quien se ha identificado con el que se hizo realmente pobre para enriquecer a la humanidad. La opción por los pobres retrata la actitud del buen samaritano quien no sintió distinción ni puso condiciones: sólo hizo lo que debía hacer y punto. Cuando un cristiano, que profesa explícitamente su fe y celebra la liturgia, especialmente la eucarística, se da cuenta del inmenso amor que Jesús ha tenido por él y por todo hombre, no puede permanecer indiferente. También le entra el deseo de desgastarse por los demás como lo hizo el Señor. Así, el creyente es capaz de vencer la tentación que hace que muchos creyentes se llenen la boca de puras palabras, sin cumplir la voluntad del Padre y sin hacer de la caridad la regla de la propia vida y conducta.
Este TIEMPO JUBILAR y AÑO DE LA FE nos permitirán reforzar esta dimensión cristológica de nuestra fe; pero sobre todo, nos debe ayudar a fortalecer la audacia de la fe para anunciar, con palabras y con actos, con el testimonio y la caridad, que Jesús es el Dios de la salvación, del perdón y del amor. Así no sólo haremos fructificar el encuentro personal con el Señor sino que también le daremos a la dimensión misionera de nuestra vocación cristiana, la característica del pastor que busca a los que se alejan para recibirlos con el amor tierno y misericordioso del Padre Bueno de la parábola del hijo pródigo.
Es un tiempo de y para la Iglesia. Todos, de manera personal y comunitaria, estamos invitados a aprovechar esta hora: para nosotros “nuestra” hora, con la que nos identificamos con aquella “hora” de Cristo que en la Cruz se abrió de una vez por todas a la eternidad. Como Iglesia que celebra sus 90 años de creación, participando del cincuentenario de ese Concilio Vaticano II que nos lanzó con ímpetu misionero en los tiempos actuales, ponemos nuestra mirada en el Señor Jesús. Lo hacemos con confianza: sabemos que contamos con su Espíritu para ir adelante y continuar haciendo discípulos en esta hermosa tierra tachirense. Lo hacemos en comunión para así significar la unidad con toda la Iglesia universal. Lo hacemos en el nombre del Señor.
Como siempre, en esta “nuestra” hora nos acompaña María del Táchira, Nuestra Señora de la Consolación. Ella ha sido siempre la estrella de la evangelización en nuestra región. Con ella, somos discípulos-misioneros; con ella aprendimos a conocer a Jesús; con ella seguimos caminando hacia la plenitud. María es nuestro modelo, la mujer de fe, que supo decir sí a Dios para abrirnos las puertas de la salvación. María nos enseña que podemos ser discípulos capaces de manifestar las obras grandes y prodigiosas de Dios, para edificar su reino de justicia, paz y amor, donde los poderosos no poseerán tronos y los ricos no podrán hacer gala de sus riquezas, pero sin embargo será el lugar donde se eleve a los humildes y los pobres sean saciados con muchos bienes. Con María, hoy presentamos en esta eucaristía, lo que somos y tenemos, para ofrecerlo al Padre: nos alimentamos con el pan de la Palabra y de la Eucaristía, viático que nos acompañará a lo largo de los senderos de este AÑO DE LA FE Y TIEMPO JUBILAR DE NUESTRA IGLESIA DIOCESANA. Amén
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

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